La historia de los Whittaker: una familia marcada por la endogamia y el aislamiento

Los Whittaker, una familia residente en una zona remota de Virginia Occidental (EE.UU.), ganaron notoriedad internacional tras la publicación del documental Inbred Family – The Whittakers, producido por el fotógrafo y cineasta Mark Laita. El proyecto fue difundido a través de su canal de YouTube, Soft White Underbelly, donde retrata no solo las condiciones en las que vive la familia, sino también las complejidades derivadas de su estilo de vida aislado y la consanguinidad que los caracteriza.

Laita relató que su primer encuentro con la familia fue impactante y nada sencillo. Al llegar al lugar, observó comportamientos que le resultaron desconcertantes: algunos miembros gritaban, corrían sin dirección aparente, emitían sonidos similares a ladridos o aullidos, e incluso uno de ellos se mostraba visiblemente alterado, gritando y golpeando objetos mientras corría con los pantalones a medio bajar. “Fue una de las escenas más insólitas que he presenciado”, confesó en una entrevista con el medio británico The Sun.

Un acercamiento basado en la empatía

Establecer una relación de confianza con los Whittaker no fue tarea fácil. Laita explicó que en una de sus visitas prometió tomar una fotografía familiar para colocar en el ataúd de un ser querido, un gesto que fue clave para abrir un canal de comunicación con los miembros del clan. Con el tiempo, y a través de la empatía y la persistencia, logró ser aceptado por la familia, lo que le permitió registrar escenas cotidianas y realizar entrevistas íntimas con algunos de ellos.

El documental, publicado en 2020, presenta a cuatro integrantes: Betty, Lorraine, Ray y su primo Timmy. Excepto Betty, todos presentan signos de discapacidades físicas o mentales, lo que ha llamado la atención de especialistas y público por igual. En una de las entrevistas, Betty reveló que sus padres eran primos hermanos dobles, un dato clave que aporta contexto a las afecciones de salud presentes en la familia.

La consanguinidad y sus efectos

Aunque Laita intentó indagar sobre las posibles causas médicas detrás de las malformaciones observadas, no encontró respuestas concluyentes. No obstante, los datos disponibles y las propias declaraciones de la familia apuntan a que la endogamia —la práctica de mantener uniones reproductivas dentro del mismo grupo familiar— ha sido el principal factor contribuyente.

Desde el punto de vista genético, la consanguinidad incrementa la probabilidad de que ambos progenitores porten y transmitan genes recesivos dañinos, lo que eleva el riesgo de enfermedades hereditarias y trastornos del desarrollo.

El Efecto Westermarck y la prevención natural del incesto

Curiosamente, en las sociedades humanas —y también en las especies animales— existe un mecanismo natural que reduce la probabilidad de relaciones sexuales entre individuos criados juntos durante la infancia. Este fenómeno es conocido como el Efecto Westermarck. Propuesto por el antropólogo finlandés Edvard Westermarck a principios del siglo XX, el efecto sugiere que las personas que crecen en cercanía durante los primeros años de vida desarrollan una especie de desensibilización sexual mutua, lo cual sirve como barrera natural contra el incesto.

En el caso de los Whittaker, su aislamiento extremo parecen haber suprimido este efecto, permitiendo un ambiente donde las uniones entre familiares cercanos no solo ocurrieron, sino que se repitieron durante generaciones. Esto contrasta con lo observado en la mayoría de las sociedades humanas, donde la cercanía infantil actúa como un inhibidor de atracción sexual, reduciendo la probabilidad de incesto incluso sin intervención legal o moral externa.

El caso de los Whittaker no solo expone las consecuencias genéticas y sociales de la endogamia prolongada, sino que también plantea interrogantes sobre el papel del aislamiento, la falta de educación y la ausencia de redes de apoyo en la perpetuación de estas dinámicas familiares. Mientras la ciencia aún busca respuestas definitivas sobre sus condiciones de salud, el documental de Laita cumple una función clave: visibilizar una realidad marginada, incómoda y profundamente humana.

“Si existe algún tipo de Complejo entre padre e hijo este es el de Cronos y no el de Edipo”

Por: Carlos Andrés Naranjo Sierra
Con el título de este artículo realicé un tuit luego de una ligera reflexión sobre los padres que suelen quejarse del exceso de cuidados y atención que provee la madre a sus hijos. Algo parecido a los celos agresivos que relata Sigmund Freud en el Complejo de Edipo, pero en un sentido opuesto del vector, no de hijo a padre sino de padre a hijo.

Por eso el título de este artículo es condicional, no toma como afirmación su enunciado sino que pretende conducir a la reflexión sobre uno de los pilares del entramado del edificio psicoanalítico y propone una visión opuesta, en términos vectoriales, para la supuesta dirección que recorre la agresividad en la relación entre el infante y su figura paterna.

Lo primero es aclarar que lo que llamamos figura paterna puede ser representada en el Homo sapiens, y en otras especies animales como los primates, por parientes cercanos que no necesariamente son de sexo masculino. Estructuras matriarcales sirven de ejemplo en ambos casos. Hay un miembro alfa, masculino o femenino, que ejerce el control sobre los demás miembros de la manada.

Edipo en el destierro, guiado por Antígona.

El Complejo de Edipo, enunciado por Sigmund Freud, plantea que hay un vector de agresión que va del hijo hacia el padre, recapitulando el parricidio original de la horda primitiva relatado en Tótem y Tabú, y que pasa por el deseo sexual hacia la madre, o el padre dependiendo del caso, y finaliza generalmente con la capitulación del pequeño, que opta por buscar su objeto de deseo por fuera de la propia familia.
Varias dudas conceptuales y psicobiológicas han sido denunciadas sobre esta idea freudiana, pero bástenos con mencionar la falta de desarrollo endocrino en el pequeño para tener deseo sexual y el llamado Efecto Westermarck, que afirma que, contrario al deseo incestuoso natural del Edipo, lo que realmente existe es un desinterés incestuoso, claramente comprobado en nuestra especie y en otras especies animales.

Cronos devorando a uno de sus hijos.

Pero ¿podría existir un vector de agresión opuesto, que fuera en la dirección padre-hijo siendo así el progenitor el que deseara la muerte de su pequeño, tal como el mito del titán Cronos que devora a sus hijos? Los casos de celos por la atención de la madre, relatados por cientos de padres parecían un buen indicio.De modo que comencé a investigar al respecto. Homines sapientes, leones, chimpancés, bonobos, perros, elefantes. En todos los casos era claro que pasado un tiempo, cuando el retoño llegaba a la pubertad, se detonaba un mecanismo evolutivo que sacaba a las crías del nido. ¿Era este mecanismo una muestra de la existencia del Complejo de Cronos? No necesariamente, además no era comparable con el Edipo, pues este se refiere a la temprana infancia.

Además, parecía que este mecanismo adolescente de expulsión del nido, se desarrollaba tanto desde el lado paterno como desde el lado de los hijos. En casi todas las especies hay un momento natural en el que tanto padres como hijos no se soportan bien y la lucha por el poder suele llevar a la fragmentación de la familia, favoreciendo la creación de nuevas manadas. Nada como Cronos y menos como Edipo, pero ¿podría existir una tendencia agresiva de los padres hacia los hijos durante la infancia?

Y es aquí donde la Psicología evolucionista echa luces sobre el asunto. Si partimos del hecho de que somos máquinas replicadoras de genes como dice Richard Dawkins, lo esperable de esas máquinas es que protejan sus copias. Aquellas máquinas que no protejen sus copias deben tener menos eficacia reproductiva en el mediano y largo plazo pues sus hijos, copias, tendrían menos chance de sobrevivir.

Es así como luego de una interesante conversación con Antonio Vélez, divulgador científico y escritor del reconocido libro de psicología evolucionista llamado Homo sapiens, llegamos a la conclusión de que es poco probable que exista tanto el complejo de Edipo como el de Cronos; los únicos complejos que sabemos a ciencia cierta que existen son aquellos como el Complejo B o el Complejo de Histocompatibilidad.

El abuelo simio y los trastornos de ansiedad


Por: Carlos Andrés Naranjo Sierra
En un pequeño claro del bosque, iluminado por la luz de la luna, duerme uno de nuestros antepasados, acompañado por un manso lobo. Se abriga con la piel de un bisonte que comió hace más de veinte días, y coloca su lanza, con punta de roca, a un lado mientras intenta conciliar el sueño. Los sonidos de la noche lo atormentan. No sabe si lo que se mueve es el viento o una fiera que puede devorarlo. Su pequeño lobo aúlla en medio de la noche y en ocasiones emite algo parecido a un ladrido.

Es una noche común y corriente de nuestro abuelo filogenético, es decir nuestro antepasado evolutivo. Él tenía que cuidar su existencia en todo momento. Cada situación de peligro era realmente un asunto de vida o muerte. De pequeñas decisiones como paralizarse, esconderse, someterse o luchar, dependía que pudiera despertar al día siguiente. Generalmente buscaba a otros homínidos para sumar fuerzas, dividir tareas y disminuir los riesgos, pero no era suficiente, el peligro estaba siempre ahí.

De modo que aquellos más precavidos, más previsivos, posiblemente más ansiosos, fueron los que sobrevivieron en medio de la lucha salvaje por la supervivencia, hace cientos de miles de años. Un descuido representaba la diferencia entre comer o ser comido. Así que nosotros, los herederos de aquel abuelo asustadizo, conservamos parte de sus reacciones límbicas, que nos dicen constantemente que debemos tener mucho cuidado con todo lo que nos sucede, pues nos va la vida en ello.

La vida moderna, lejos de la selva africana donde comenzó nuestra especie, ya no ofrece la disyuntiva literal de comer o ser comido, pero sí dispara nuestro sistema de alertas de manera casi idéntica. La genética, sumada a los problemas de contaminación y movilidad, la falta de acceso a los recursos básicos, las competencias laborales, familiares y sociales, junto con los pequeños y limitados espacios que habitamos, suelen conducirnos al estrés y, en ocasiones, a los trastornos de ansiedad.

Para diagnosticar un trastorno de ansiedad se debe descartar si se debe a una enfermedad médica o al consumo de alguna sustancia; si se debe a algún acontecimiento particular y si el temor es desencadenado por situaciones específicas. También si obedece a ideas persistentes, como las obsesiones, y finalmente, si las alteraciones provocan un malestar clínicamente significativo o deterioro social, laboral o de otras áreas importantes de la actividad de la persona.

Y luego de descartar que no se trate de otra enfermedad o de algún acontecimiento puntual, tenemos la impresionante cifra de que cerca del 40% de la población mundial padece algún tipo de trastorno de ansiedad. Es decir, nuestro abuelo primate aparece en cuatro de cada diez Homines sapientes, con la suficiente frecuencia para desconfigurar su vida diaria, activando constantemente la alarma de muerte. No importa si los acontecimientos son grandes, medianos, pequeños o insignificantes. La alarma se dispara consumiendo recursos y energía que podríamos utilizar en actividades más lúdicas y productivas.

¿Se puede hacer algo? La verdad, no hay una fórmula única para enfrentar los trastornos de ansiedad. Pero mientras esperamos a que pasen los milenios necesarios para que la mente humana evolucione y vaya tomando distancia de la de nuestros antepasados amenazados, es prudente dedicarle un poco más de tiempo a lo que nos gusta, a lo que nos conecta con los placeres moderados, y un poco más de cabeza fría a los acontecimientos que nos conectan con nuestro abuelo simio. De otro modo nos fundiremos nosotros, antes que nuestra alarma.

El primate que nos habita

«Dondequiera que estemos, la sombra que trota detrás de nosotros tiene sin duda cuatro patas».
Clarissa Pinkola Estés

Por: Carlos Andrés Naranjo Sierra
Sí, el mico, el orangután, el primate, la bestia… por centenares de años hemos tratado de separarnos de la animalidad como mecanismo de defensa autoritario. La animalidad nos estorba, nos confunde, nos hace sentir de la misma materia de los bichos que matamos por asco, placer o supervivencia. Enfrentarnos al hambre, la deglución, la micción y la defecación, el sexo, la enfermedad y la muerte, nos confronta con eso que nos recuerda que tal vez no somos ángeles caídos del cielo sino un eslabón más en la infinita historia de las estrellas.

Ya lo mencionaba en mi trabajo de grado sobre el Efecto Westermarck enfrentado al Complejo de Edipo: en las ciencias humanas hay un claro reflejo de ese deseo humano de separarnos de la naturaleza, no sólo como un asunto tremendamente fructífero en términos teóricos sino también en términos emocionales. Nos da (¿inventa?) argumentos para sentirnos diferentes. El lenguaje, la razón, la religión, los símbolos y un largo etcétera que se modifica cada vez que la biología nos acerca de nuevo a la animalidad. Dentro de nosotros continúa habitando un primate que nos estorba pero que es el origen de lo bueno y lo malo que somos como especie.

¿Posición biologisista?¿reducionista? A lo mejor. Pero las demás posiciones no me convencen con sus elucubraciones teóricas y sus descalificaciones personales. El asunto metodológico de reducir el objeto de estudio a lo fundamental es más bien un signo de humildad ante nuestra capacidad intelectual limitada. Es el valor del argumento, la prueba, la confrontación de la hipótesis con la realidad y su capacidad para pronosticar lo que sucederá, lo que nos permite separarnos del delirio. Un delirio de ser la especie superior, que nos gusta, alimenta nuestro ego y nos confunde cuando nos maquillamos, acicalamos y cepillamos los dientes.

Estamos genéticamente tan cerca del chimpancé, que si una especie del espacio exterior visitara nuestro planeta encontraría realmente difícil reconocer inicialmente la diferencia. Por supuesto que nuestra forma de transformar y alterar el ambiente, les daría una pista a los extraterrestres para absolver a los demás primates y condenarnos a nosotros. Pero en términos reales fue una pequeña cadena de coincidencias lo que hizo que pudiéramos liberar nuestras extremidades superiores y aumentar nuestra capacidad cerebral para comenzar a dominar la Tierra.

¿La cultura es la antagonista de la naturaleza? No lo creo. Es más bien una estrategia de supervivencia. Sin lugar a dudas los memes tienen una nueva forma de transmisión pero su base sigue siendo la evolución del éxito reproductivo. Sin los imperativos de la naturaleza hubiese sido imposible la emergencia de la cultura en los Homines sapientes, estos que caminamos erguidos hoy por los Campos Elíseos pensándonos como el culmen de la evolución, mientras una mirada más desprevenida nos demuestra que los primos del Pitecántropo siguen habitándonos.