El abuelo simio y los trastornos de ansiedad


Por: Carlos Andrés Naranjo Sierra
En un pequeño claro del bosque, iluminado por la luz de la luna, duerme uno de nuestros antepasados, acompañado por un manso lobo. Se abriga con la piel de un bisonte que comió hace más de veinte días, y coloca su lanza, con punta de roca, a un lado mientras intenta conciliar el sueño. Los sonidos de la noche lo atormentan. No sabe si lo que se mueve es el viento o una fiera que puede devorarlo. Su pequeño lobo aúlla en medio de la noche y en ocasiones emite algo parecido a un ladrido.

Es una noche común y corriente de nuestro abuelo filogenético, es decir nuestro antepasado evolutivo. Él tenía que cuidar su existencia en todo momento. Cada situación de peligro era realmente un asunto de vida o muerte. De pequeñas decisiones como paralizarse, esconderse, someterse o luchar, dependía que pudiera despertar al día siguiente. Generalmente buscaba a otros homínidos para sumar fuerzas, dividir tareas y disminuir los riesgos, pero no era suficiente, el peligro estaba siempre ahí.

De modo que aquellos más precavidos, más previsivos, posiblemente más ansiosos, fueron los que sobrevivieron en medio de la lucha salvaje por la supervivencia, hace cientos de miles de años. Un descuido representaba la diferencia entre comer o ser comido. Así que nosotros, los herederos de aquel abuelo asustadizo, conservamos parte de sus reacciones límbicas, que nos dicen constantemente que debemos tener mucho cuidado con todo lo que nos sucede, pues nos va la vida en ello.

La vida moderna, lejos de la selva africana donde comenzó nuestra especie, ya no ofrece la disyuntiva literal de comer o ser comido, pero sí dispara nuestro sistema de alertas de manera casi idéntica. La genética, sumada a los problemas de contaminación y movilidad, la falta de acceso a los recursos básicos, las competencias laborales, familiares y sociales, junto con los pequeños y limitados espacios que habitamos, suelen conducirnos al estrés y, en ocasiones, a los trastornos de ansiedad.

Para diagnosticar un trastorno de ansiedad se debe descartar si se debe a una enfermedad médica o al consumo de alguna sustancia; si se debe a algún acontecimiento particular y si el temor es desencadenado por situaciones específicas. También si obedece a ideas persistentes, como las obsesiones, y finalmente, si las alteraciones provocan un malestar clínicamente significativo o deterioro social, laboral o de otras áreas importantes de la actividad de la persona.

Y luego de descartar que no se trate de otra enfermedad o de algún acontecimiento puntual, tenemos la impresionante cifra de que cerca del 40% de la población mundial padece algún tipo de trastorno de ansiedad. Es decir, nuestro abuelo primate aparece en cuatro de cada diez Homines sapientes, con la suficiente frecuencia para desconfigurar su vida diaria, activando constantemente la alarma de muerte. No importa si los acontecimientos son grandes, medianos, pequeños o insignificantes. La alarma se dispara consumiendo recursos y energía que podríamos utilizar en actividades más lúdicas y productivas.

¿Se puede hacer algo? La verdad, no hay una fórmula única para enfrentar los trastornos de ansiedad. Pero mientras esperamos a que pasen los milenios necesarios para que la mente humana evolucione y vaya tomando distancia de la de nuestros antepasados amenazados, es prudente dedicarle un poco más de tiempo a lo que nos gusta, a lo que nos conecta con los placeres moderados, y un poco más de cabeza fría a los acontecimientos que nos conectan con nuestro abuelo simio. De otro modo nos fundiremos nosotros, antes que nuestra alarma.

Ansiedad que no se cura con risa

Hace 14 años al humorista Crisanto Vargas le diagnosticaron un trastorno de ansiedad. Supo enfrentarlo y hoy lo lleva con calma.

Por: Mario Alberto Duque Cardozo

Ahí quien lo ve, con sus miles de voces, sus chistes y su fama de mamagallista, se toma cada día una 2.5 miligramos de clonazepam.

Y si hay quien acude a Crisanto Vargas, Vargasvil, para morirse de la risa, él bien podría recitar como el poema: ¡Yo soy Garrick! Cambiadme la receta.

Porque a este santuariano, ahí donde usted lo ve, lo diagnosticaron un trastorno de ansiedad, ataques de pánico, una condición que puede llevar a la depresión.

«Empezó como hace 14 o 15 años, una noche. Salí de un estudio y me dio», recuerda. Sintió una taquicardia, empezó a sudar y sintió que de su cuerpo dejaría escapar aquello que se desecha.

«Me estoy muriendo, pensé, y yo, que soy tan creyente, renegué de Dios».

Recórcholis seguía en el imaginario de la gente, Caracol y RCN lo querían en su nómina, acababa de ser papá… y se iba a morir. O al menos eso creyó.

Cesó la sensación, pero no para siempre. Se repitió luego una noche y, entonces, acudió de urgencias al hospital. «Llegamos a la Cardiovascular, estaba hiperventilando, morado ya, y seguro de estar sufriendo un infarto».

Pero no. Tras cinco meses de ataques en las noches, electros, ecocardiogramas y pruebas de esfuerzo, los cardiólogos le dijeron a Crisanto que su corazón estaba bien.

«Te vamos a remitir donde el psicólogo, me dijeron, y yo les dije que iba adonde fuera», recuerda el humorista. Y luego de las sesiones, fue este especialista el que le dijo que sería mejor si su caso pasaba a manos de un psiquiatra.

«La gente cree que eso es para los locos, pero es todo lo contrario, es para no enloquecerse».

Del pánico a la depresión
Explica el psiquiatra Jorge Calle, que los ataques de pánico están incluidos en lo que se denomina trastornos de ansiedad, que incluyen también las fobias, el estrés postraumático y el trastorno obsesivo compulsivo.

«Ese miedo irracional a morir, a enloquecer o a perder el control», dice el especialista.

Según estadísticas de la Organización Panamericana de la Salud, una de cada cuatro personas (es decir un 25 por ciento de la humanidad) presentará algún desorden mental o neurológico a lo largo de su vida.

Además, actualmente, 450 millones de personas sufren de alguna de estas condiciones, de estas, 121 millones son depresivos y 24 millones sufren de esquizofrenia.

«La gente le dice a uno que no vaya al psiquiatra, que no se tome esas medicinas, pero esto está salvando vidas. Hay mucha desinformación sobre esta especialidad», comenta Vargasvil.

A él los ataques de pánico lo tomaron por sorpresa, pero porque así es que se presentan. Dice Calle que aparecen de forma súbita, en cualquier persona, que importa si rico o si pobre, si alto o si bajo. No hay alertas previas. De repente, así está la situación.

«Las personas sienten que algo les va a pasar y aparece el dolor precordial (que da esa sensación de infarto), el entumecimiento de las extremidades, la alteración de la frecuencia cardíaca, sudoración, escalofrío o sofocos», anota el psiquiatra.

Agrega que, una de las principales complicaciones de esta condición, si no se trata a tiempo, es la depresión, pues con los cuadros de agorafobia (miedo a los lugares abiertos) el paciente puede terminar encerrado en su casa.

Plantar cara
No fue ensimismarse lo que hizo Crisanto. Antes de llegar al psiquiatra fue paciente de cuanto brujo, yerbatero y obrador de milagros médicos tuvo referencia.

«Que al niño de no sé dónde, allá íbamos; que al culebrero tal, allá llegábamos; hasta fui a tocarle los pies al padre Marianito».

Y sin embargo fue en la medicina en donde encontró la solución.

«Sobre esto hay mucho desconocimiento, porque es una enfermedad invisible, un cáncer mental, y entonces la gente no te cree y te dice: ‘cuándo es que te va a dar el ataque’, ignorando que uno está llevado».

Le decían, a Crisanto, que si se la estaba fumando verde, que si había estado bebiendo, pero lo que tenía encima eran puras medicinas tranquilizantes para evitar los ataques.

Todavía se medica, claro. Todavía va al psiquiatra «una vez cada cuatro o cinco meses, para revisión», pero ya aprendió a controlar la situación: «Lo siento venir, respiro y me preparo». Aunque hace ya tiempo que no le pasa.

«No se puede dejar a la gente sola, no se le puede decir que fresco, que eso son pendejadas, que busque algo qué hacer. No. Hay que prestarle atención e ir a los especialistas para tratar la enfermedad», aconseja Vargasvil.

Fuente: Elcolombiano.com